UN RAPTO


Aquella noche de Halloween la pequeña Isabel Guzmán fue raptada por los miembros de cierta secta pagana, quienes irrumpieron en su casa aprovechando una ausencia de sus padres y se la llevaron a la fuerza, tras dejar a su hermana Marta atada y amordazada sobre el sofá del salón.

Pero los raptores habían cometido un error: resulta que cuando entraron en la casa, Marta estaba hablando con su novio Carlos mediante el teléfono móvil. Cuando la joven escuchó un ruido extraño procedente del vestíbulo, le pidió a Carlos que esperara y fue a echar un vistazo, dejando el aparato sobre la mesa, sin cortar la comunicación. 

De ese modo, Carlos, que permanecía a la escucha, pudo oír los ruidos del forcejeo y posteriormente los gemidos de la aterrorizada Marta, dándose cuenta de que pasaba algo grave en la casa. No tardó en llamar a la policía, pero cuando llegaron allí los primeros agentes, los raptores ya se habían marchado con la niña, así que lo único que pudieron hacer fue liberar a Marta e interrogarla. 

Una vez que la asustada muchacha consiguió calmarse un poco y hablar con un mínimo de coherencia, les dijo a los policías que no conocía de nada a los secuestradores de su hermana, pero describió con precisión unos extraños signos que había visto sobre sus ropajes y que delataban inequívocamente su relación con la secta.

Sin pensárselo dos veces, el inspector encargado del caso se dirigió al lugar donde los sectarios solían realizar sus celebraciones nocturnas, acompañado por un destacamento de sus mejores hombres. Por suerte, el lugar en cuestión era un edificio abandonado desde hacía muchos años, de modo que los agentes no necesitaban pedir una orden judicial para registrarlo. 

Una vez allí, hallaron a los secuestradores realizando uno de sus misteriosos rituales y no tardaron en arrestarlos, pero no vieron a la niña. El inspector interrogó a uno de los detenidos y este le explicó, con inquietante serenidad, que habían secuestrado a Isabel porque su dios, El que repta en la oscuridad, les había reclamado “la carne de una niña” y que seguramente ya había tomado posesión de la ofrenda.

Angustiado por el ominoso sentido que pudieran tener aquellas palabras, el inspector dejó a los sectarios bajo la custodia de sus hombres y se adentró en los sótanos del edificio, guiado por una pequeña esperanza de encontrar a la niña con vida. 

Tras una angustiosa búsqueda, la luz de su linterna alumbró una escena terrorífica: Isabel seguía viva, pero yacía sobre un montón de paja, muy pálida y aparentemente inconsciente, como si se hallara bajo los efectos de alguna droga. 

Y cerca de ella estaba enroscada una serpiente enorme, una boa lo suficientemente grande como para devorar a la niña. Sin duda, aquel monstruo era la encarnación del dios al que aquellos fanáticos llamaban, muy apropiadamente. El que repta en la oscuridad. 

El inspector no lo dudó: desenfundó su arma y despachó a la serpiente mediante un balazo que le destrozó la cabeza. Luego, suspirando de alivio, se agachó a Isabel con la intención de reanimarla. Pero no hizo falta, pues en aquel mismo momento la niña, seguramente despertada por el estampido del disparo, abrió los ojos, murmuró unas palabras en voz baja, sonrió dulcemente, abrazó efusivamente a su salvador… y le clavó los dientes en la garganta. 

Antes de morir, el desgraciado inspector comprendió la verdad: la serpiente no era el dios, solo un guardián. Y El que repta en la oscuridad no quería la carne de una niña como alimento, sino como vestidura.

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