La habitación 212 del Copelia



La habitación olía a miseria por doquier. La luz, indecisa, entraba por el ventanal, iluminando una hoja de papel y un lápiz sobre la mesa. —¿Qué historia contará el Hotel Copelia esta vez? —.



La puerta del baño se abrió con la pulcritud con la que se abren los sarcófagos. Una encorvada figura arrastraba sus pasos hasta la silla que está del otro lado de la mesa. Tomó asiento, con lentitud, como si quisiese maldecir al tiempo o al mismísimo destino. Sus manos, manchadas de recuerdos, sostuvieron el lápiz y lo obligaron a escribir palabras de hielo, llenas de arrepentimientos.



Poesía muerta, sin verbo ni belleza, ensuciaron el blanquecino lienzo. Patética forma de confesarle al mundo los lamentos que guarda su corazón en cada verso, en cada estrofa.



La oscuridad de su alma se manifestó en aquellas líneas, regalándole un falso consuelo. Todo estaba dicho sin mencionar palabras. El adiós que se convertirá en hasta nunca o, quizás, en para siempre.



El lápiz rodó sobre el papel, colmado de culpas, hasta caer al suelo. La silla se movió para dejar que, lo que antes fue un hombre, se levantara por última vez. Una voz resonó en su cabeza hostigándolo sin misericordia. Recordándole su miseria y/o su cobardía.



Las lágrimas brotaron sin reparo, sin sentido. Una cuerda lo aguardaba debajo de la mesa. Esperaba, con ansias, arrullarlo con un siniestro abrazo. Sus manos la sacaron de donde estaba para ser contemplada por aquellos ojos que miraban al vacío.



Sus dedos hicieron un nudo en uno de los extremos de la cuerda. El hombre subió sobre la silla y ató la cuerda en una de las columnas que soportaban el techo. El principio del fin. La vida humillándose ante la muerte. El punto exacto donde no sirvió de nada ni el viaje ni el camino.



Una cuerda rodeando un cuello. Una silla cayendo al suelo y unos pies flotando en el aire. Danzando, sin importar compases, la canción que se preparó en el infierno para su bienvenida.



La orina comenzó a mojar sus pantalones mientras sus ojos se sumían en el olvido. ¿Habrá salvación para aquellas almas que eligieron el camino de los cobardes? Nadie lo sabe.



La puerta de la habitación 212 del Hotel Copelia se abrió sin que nadie anunciara su llegada. La joven del servicio entró con una botella de vino que había solicitado el hombre que colgaba en la sala.



Caminó incrédula mirando aquel cuerpo retorciéndose en el aire. Se detuvo ante él sin intensiones de ayudarlo. Cosas peores, que jamás han sido contadas, se han visto en este hotel. El cuerpo dejó de moverse. La botella de vino fue destapada. Uno para los que acaban de marcharse de este mundo y otro para los que callaran lo que sus ojos han visto.



La joven se dio la vuelta tarareando una canción y salió de la habitación. Dejando que la mañana sea quien cuente la historia de un hombre que no soportó la culpa de haber matado al amor de su vida.

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