El chico observaba con atención todo lo que había a su alrededor, grandes estatuas de piedra con forma de ángeles, cruces de todos tamaños y con todo tipo de garabatos, y por supuesto muchas tumbas.
Sus familiares, que ya conocían bien el camino, se movían ágilmente entre las lápidas, y a él lo dejaron un poco rezagado. Mientras se apresuraba para no quedarse muy atrás, pasó entre dos tumbas pisando un caballito de madera.
Ya que sus padres acostumbraban llevar juguetes a su hijo difunto en sus cumpleaños, probablemente mucha más gente lo hacía, así que lo recogió para ponerlo en su lugar.
Miro la inscripción de las dos tumbas, y en ambas había enterrado un niño, lo cual le dificultaba un poco para devolver el juguete a su dueño. Así que lo dejó a la suerte, y lanzando una moneda, decidió dejarlo en la tumba a su izquierda.
Se dispuso a salir corriendo para alcanzar a su familia, pero su pie se atoró con algo, y mientras estaba agachado tratando de zafarlo, le tocaron el hombro derecho y una suave voz le susurró al oído: —Ese juguete era mío…—, aunque el chico volteó lo más rápido que pudo, sus ojos solo percibieron una ligera forma traslúcida que se deslizaba debajo de la lápida a su derecha.
Aunque sus pies estaban listos para salir corriendo y quería con todas sus fuerzas hacerlo, no tuvo más remedio que tomar el caballito y devolverlo a su dueño, para después de eso jamás volver a pisar un cementerio.
Autor anónimo.