EL BARQUERO


Se hacía tarde, los barqueros amarraban sus botes a los muelles improvisados que reinaban en la rivera del río Usumacinta, en el poblado de Frontera Corozal, en Chiapas. Era hora de ir a descansar, ya mañana sería otro día para transportar a locales y turistas a Bethel, poblado perteneciente al país vecino de Guatemala. No hay un camino o puente que conecta a estos dos poblados, razón por la cual el cruce de frontera se hace a través de pequeñas embarcaciones propiedad de particulares de la zona.

En el verano el servicio de los barqueros es muy solicitado, ya que en las inmediaciones se encuentran zonas arqueológicas mayas, las cuales atraen a muchos turistas. La mayoría de los barqueros se habían retirado o se encontraban en eso, cuando llegaron tres jóvenes turistas, se sabían que lo eran por sus vestimentas y su pálido color de piel. Ellas pedían a los barqueros, que aún no se habían retirado, que las cruzaran a Guatemala, pero estos se negaban.

Una de ellas vio a lo lejos a un hombre sentado dentro de su bote. Rápidamente, se dirigieron hacia el lanchero y le solicitaron su servicio. Este era un hombre, alto, de complexión delgada, pero atlético. Su cabello era cano, al igual que su larga barba. Su piel morena, delataba su trabajo bajo el sol. Donde debería estar su ojo izquierdo había un parche que ocultaba la falta de este.


—Señor, le suplicamos que nos cruce el río, por favor —rogaba la más alta de las tres—, le pagaremos muy bien.


—Les cobraré dos monedas de plata —contestó en tono serio el hombre, haciendo referencia a Caronte, el barquero mitológico de la cultura griega—, súbanse y en trayecto nos arreglamos con lo del pago.


—Claro que sí —respondió titubeante la más joven de las tres.

Estando ya los cuatro arriba, el barquero desamarró el bote del muelle, apoyó una pierna contra el barrote donde estaba atado para después impulsarse río adentro y comenzó a remar. El bote se alejaba muy lentamente de la costa. Durante los primeros minutos, los tripulantes no cruzaron palabra entre ellos y mucho menos con el hombre. Solamente el ruido del agua chapotear y el canto de los quetzales ambientaban aquella tarde.

El sol comenzaba a ocultarse detrás de los montes selváticos de la región y pronto llegaría la oscuridad. Un cálido viento comenzó a soplar. La corriente estaba pasando de una profunda tranquilidad a una amenaza violenta. El barquero no se inmutó, él sabía lo que hacía, pues maniobraba con mucha destreza la embarcación. De vez en cuando, miraba de reojo a las tres jóvenes y estas lo sentían, ellas estaban conscientes de que las observaba.

A medio camino, volvió la calma, la corriente estaba tranquila nuevamente. Una inexplicable neblina rodeó a la embarcación. El marinero dejó de remar y se volvió hacia las turistas, mirándolas fijamente con su único ojo. La noche los había sorprendido a medio camino.


—¿Por qué nos paramos? ¿Por qué ha dejado de remar? —preguntó una de las chicas.

—Necesito descansar —contestó el hombre, mientras encendía un cigarrillo tomando asiento en la proa—, ¿quieren un cigarrillo?


—No, gracias —contestó una de las chicas—, el cigarro mata…


—No me haga reír, señorita, probablemente alguno o algunos de nosotros no llegaremos con vida a la otra orilla y usted preocupándose por lo peligroso del tabaco ja…


—¿Qué lo hace suponer eso? —preguntó otra.


—Aquí me llaman Caronte —indicó el hombre mientras tiraba el cigarrillo al río—, y no quiero solo unas monedas de plata, las quiero a ustedes como pago por cruzarlas al otro lado.


El hombre se inclinó y de debajo de unas mantas sacó un enorme sable. Los rayos de la luna llena que golpeaban al hombre lo hacían ver más imponente y macabro. Las mujeres veían como el hombre se acercaba a ellas blandiendo el enorme filo. Una espesa niebla cubrió el río de orilla a orilla. Los que se encontraban cerca, escucharon varios gritos de terror y de agonía.

Un chico que estaba acostado en su hamaca escuchó los gritos agónicos. Sin pensarlo, se levantó y corrió en dirección de donde provenían aquellos alaridos mortales, llegando así a la orilla del río. La neblina le impedía ver, pero sí escuchaba que alguien remaba hacia la costa. El muchacho se escondió entre los matorrales. La neblina comenzó a difuminarse y alcanzó a observar a un esqueleto enorme que venía de pie en la proa de una embarcación. Al parecer, remos invisibles impulsaban el bote hacia la orilla, pues el chico escuchó, pero no vio a nadie remar.

La barca encalló, y el esqueleto descendió hacia tierra firme, para después dirigirse rumbo al poblado de Bethel. Mientras la parca se alejaba, esta comenzaba a dividirse en tres bultos hasta convertirse en las tres mujeres. Estas eran las tres parcas: Clothos, Láquesis y Aisa. Estas habían venido a poner fin a la existencia del bandido apodado el Caronte, este se había ganado ese sobrenombre porque asaltaba o asesinaba a los turistas en su barca. Mientras tanto, el cuerpo lacerado de aquel criminal, yacía dentro de lancha. Nunca recibió sepultura, pues todos tenían miedo de tocar su cuerpo. Uno de los pobladores empujó la barca río adentro para que la corriente se lo llevara al mar.

Varias personas han asegurado, que por las noches, han visto una barca navegando por en medio del río, pero sin capitán y sin tripulación. Otros han escuchado gritos provenientes del río mientras una espesa neblina se apodera la costa. Cuando eso sucede, los lancheros amarran sus botes y se alejan del río, pues no quieren ser presa de las tres parcas.

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